El mundo ha desarrollado una serie de algoritmos, que se presentan como si permitieran comprender el comportamiento de las personas en su totalidad, a sabiendas de que solo se refieren a predicciones en esos marketplace y redes sociales, aprendidas de sus actos previos, y de los comportamientos de otras personas relativamente similares.
Acá hay dos verdades enormes: esa inteligencia artificial no puede comprender ni predecir a sus usuarios, sino el comportamiento de ellos solamente en sus ambientes, y segunda, lo que llamamos inteligencia artificial (IA) sí es artificial pero no es inteligencia. La discusión debe estar en un espacio mucho más profundo. Cada tanto se da una nueva tendencia “metodológica” que se presenta como la máxima solución al entendimiento y a la predicción del comportamiento de las personas, pero que no pasa de la grandilocuencia de sus promotores, no de sus autores.
Hace años se hablaba de los sistemas de CRM, después se habló del neuromarketing*, y ahora de la IA: todos ellos comparten por lo menos tres pecados: (1) no pueden explicar la totalidad del comportamiento ni del comprador ni del consumidor, (2) no tienen la capacidad de influir en las decisiones comportamentales de las personas, pese a que generen un impulso de compra; y el que más me preocupa: (3) la falta de ética en su uso.
El escándalo de Cambridge Analytica y Facebook es un gran ejemplo de todo esto y de la hipocresía del sistema. La IA se plantea como el mecanismo para conocer e influir en el comportamiento de los usuarios de la red, por la ventaja de conocerlos individualmente, lo que permite el envío de contenidos personalizados; cosa que hace Facebook a diario, para ofrecernos productos para comprar. Esta pauta es el gran generador de ingresos de la compañía.
Por esto, el que se hayan usado estos datos para influir en el proceso electoral, no parece ser un pecado, porque es lo que hacen; pero el tema es más sensible por ser electoral y porque lo hizo un tercero, lo cual afectó la base de las redes: la confianza.
La confianza es uno de los valores más importantes de la humanidad, y eso se suma a que si bien somos confiados, no somos pendejos; en este punto, al presentarse como “influenciadoras”, estas metodologías caen en el error de creer que la gente va a hacer ciegamente lo que se le dice; si eso fuera así, un usuario promedio de redes sociales debería gastar más de US$1.000 al día, con todo lo que le venden y “no puede dejar de comprar”. La publicidad informa al mercado, pero no define su compra.
No sé cuántas veces he hecho clic en “acepto los términos y condiciones”, sin haberlos leído; porque confío en los demás, y en este escándalo se rompió la promesa de no pasarles los datos de las personas a terceros, que es como darle a otra persona todos los textos que usted ha escrito en WhatsApp. Ese es el lío: no que se use para la política, sino que se violó el derecho a la intimidad de las personas.
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Por esto, el futuro del mercadeo no está en la capacidad de manejar bases de datos, en los estudios neurocientíficos o en el poder de los algoritmos para predecir o influir el comportamiento de los consumidores, sino en la enorme necesidad de tener conciencia de lo que hacemos por vender un poco más.
Hoy vivimos tan conectados, que no tenemos un minuto para pensar; esto hace que la conciencia, entendida como la facultad que tenemos todos los seres humanos de darnos cuenta de nuestra existencia, necesidades, sensaciones y emociones, esté reducida a unos segundos de desconexión al día.
Así, el futuro del marketing no está en cómo vender o prestar servicios en el mundo digital, sino en cómo estar conscientes de nuestra responsabilidad como “marketeros” y de lograr que el comprador y el consumidor sean conscientes de lo que hacen. No confundamos nuevas herramientas con el cambio de nuestra misión: lograr mayor satisfacción de los consumidores.